miércoles, 19 de julio de 2017

"...que el saber no ocupa lugar, sino que puede hacerte ocupar un lugar importante".

Durante una lejana época me empeñé en aprender letras portuguesas que utilizaba en mi soledad. Al cabo de seis años me hicieron parecer lo suficientemente graciosa para conocer a tres brasileños que hablaban mi idioma en un pub extranjero y que después evitarían que perdiera mis bolsas de la compra.

Aún en edad adolescente, haciendo caso omiso a los adultos, decidí abandonar todas las actividades extraescolares: no quería aprender nada. A cambio, con tanto tiempo para el silencio abrí un libro de adivinanzas, presagiando que los libros y el lápiz me harían tremendamente feliz, llegando a hacer de aquello mi profesión.

Hace tiempo quise un curso de formación sobre los menores soldado y allí, además de teoría, me empapé de niños que fingieron ser muertos sobre los charcos de sangre de sus vecinos. Me regalaron dibujos que me despiertan la conciencia cada vez que abro esa carpeta.

En uno de mis aciertos, allá por mis quince años, tuve un novio que me hizo saltar el muro del pueblo, el parque y la plaza, además de descubrir en mí toda una revolución. Parecía que era ir rápido o ser influenciable, pero lo cierto es que él me hizo independiente y desde ahí nunca dejé de gritar, de perder el miedo a las pancartas y de darme cuenta de que defender lo justo no hace sentir vergüenza.

Por imposiciones legales comencé una formación mínima inglesa -siempre a regañadientes-. Finalmente, me permitió protagonizar mi primer beso de película bajo una lluvia torrencial en la puerta de un Bed and Breakfast.

Me propusieron aprender algunos métodos de trabajo y juego para entretener a niños durante una tarde. Me quedé toda la semana y, aunque los métodos se me olvidaron, podía sentarme con ellos en la calle cuando la clase acababa y nadie venía a buscarlos, pensando que al menos hasta mi último autobús no jugarían con papelinas.

Una vez me permití equivocarme en una relación y al salir mis límites eran muy fuertes, infranqueables, duraderos. Además, empecé a distinguir a los buenos.

Me aseguraron que latín y griego no me servirían para nada; ya conoceréis eso de que los "listos" van a ciencias. Sin embargo, esa elección me obligó a salir de la burbuja de la clase de los estudiantes perfectos y durante esas dos horas me uní a alguien que, aunque no estudiaba mucho, siempre estuvo conmigo y mucho tiempo después, junto con la promesa de tatuarnos un rayo, me dio la mano para salir de un infierno.

Siempre odié hacer las tareas de casa, pero mamá me obligó a aprender: ella no era una esclava. Ahora mamá no puede hacerlo, tiene que recuperarse de una operación y yo puedo decir: tranquila, yo me encargo.

Solicité un voluntariado de refuerzo escolar con jóvenes en posible riesgo de exclusión, pensando que se trataría de un simple modo de obtener créditos universitarios. No os engaño: tuve que volver a estudiar Matemáticas, lo cual fue horrible. Sin embargo, adquirí paciencia para sentarme cada tarde a hacer deberes con mis sobrinos y descubrí que mi objetivo sería la docencia, incluso en este sistema educativo de mierda. No solicité los créditos, ya me sentía pagada. Hoy sigo viendo como aquellas dos chicas saben ser felices pese a las malas vivencias.

Uno de mis ex tocaba tanto la guitarra que me empeñé en aprender compases e incluso me atreví a cantar flamenco. Nunca seré una buena guitarrista ni mis "quejíos" me harán famosa, pero me ayudó a acercarme a mis alumnos cuando aún no tenía ni idea de lo que hacer.

Por probar algo diferente, aunque con miedo, escogí como segundo idioma de carrera el árabe. La lengua más bonita que he estudiado nunca y la que me hizo acercarme a alguien que me rompería cada mito en torno al Islam, haciéndome ver cómo de iguales éramos, tapándome las grietas de los prejuicios y poniendo amor en cada duda y en cada odio que los medios de comunicación sembraron.

Tuve un profesor al que odié cuando vi entrar con gesto prepotente, mandándome trabajo extra y jugando a adivinarme el futuro. Sí, al final lo quise. Lo quise porque al crecer vi que el trabajo de clase era académico, pero el extra era en valores, de modo que mucho de lo que yo era fue culpa suya. Cuatro años después de recibir su última clase llegué a un momento crucial en mi vida, miré a todo mi alrededor y él era la única salida.

En un cercano momento decidí que compensaba perder parte de un curso de inglés para profundizar más en el castellano, de manera que conseguí poner en mi camino a un filólogo que me permitió seguir el castellano sin perder ni un solo día de inglés, ponentes que me enseñaron vocabulario extra en tres idiomas más y una doctora que alentó muchos planes de futuro.