domingo, 7 de julio de 2013

A la espera

Era la agonía previa al lecho de muerte.
Yo, simplemente, me mantenía presente.
Para contener el llanto
analicé aquello paso a paso, cual sádico.

Inhalé hasta lo más profundo ese olor a desinfección,
inhalé el blanco de las sábanas,
inhalé el estrés de los pasillos concurridos
y hasta el temor más cruel.

Allí estaba él:
unas manos viejas, temblorosas,
que acariciaban aquel cuerpo, ya casi inanimado.
Él no llevaba lágrimas, sino el daño de los años.

Cada año que habían pasado juntos iba a dolerle
y dejémonos de tonterías, no era por amor,
a los setenta eso ya está superado,
ahora llegaba una sinrazón.

Qué pasaría ahora en casa,
cómo acostumbrarse a no acostumbrar a verla,
cuánto tiempo pasa exactamente hasta asumirlo,
quién le asegura que no siempre estará hundido.

Ya quedaban solo unos instantes,
ya la cordura pasaba desapercibida,
ya llegó la sinrazón de "por qué te has ido tú y yo no",
la de sus ojos diciéndole "si tú me faltas, falto yo".

Saciar la soledad

Todo comienza con adrenalina y muchas ganas,
así que sucede intenso, pero rápido,
debe ser algo así como un tiempo estimado para no enamorarse.

Cuando llegas al matadero sobra todo preámbulo.
Camuflados entre alguna sustancia y un poco de vergüenza,
ambas partes tienen claro para qué y dónde se encuentran.

Al terminar se conserva la cortesía del último beso
y sales por la puerta con paso firme,
nada parecido al paso temible de luego.

Has disfrutado y, lo más importante,
lo has hecho disfrutar.
Hasta aquí nada tiene por qué ir mal.

El problema es cuando se queman las sustancias,
cuando al acostarte sabes que la has cagado,
pues él ya está durmiendo y tú lo estás buscando.

Descubres entonces que todo empezó por soledad
y el absurdo deseo de permanecer en su recuerdo.
Todo empezó con un leve sentimiento.

Ahora no existe paso firme ni placer:
tambaleas las imágenes como mejor puedes
para sentirte un poco valorada,
para sentirte un poco especial en su boca desgastada.