Acostumbrada a la pena andaba,
con cuidado y con caricias,
con la fuerza y la saliva.
Hacer y dejarse hacer,
creer y nunca pensar,
una pastilla y a respirar.
El ritmo que le marcara,
la ropa que le gustara,
el cuerpo que deseara.
A. - ¿A caso sabes quién eras?
Acostumbrada a la pena. - No, no lo recuerdo, pero sé que fui alguien.
A. -¿Y ahora? ¿Quién eres?
Acostumbrada a la pena. - No sé qué es ser, solo sé ser lo que soy y desde hace tiempo no sé, ni en mucho tiempo sabré, lo que era ser quien fui, ni lo que sería ser quien pude ser y no fui.
La Musa A. le mostraba su alma,
ella se negaba a escucharla:
"Musa, no gastes más tus palabras,
que a quien sueños no le quedan,
tampoco le queda esperanza".
La pena a llantos la mecía,
con cuidado iba durmiendo
las caricias que fingieron.
La despertaba la fuerza
y en cada golpe bajo
un trago de saliva le devolvía su vida.
El destino la iba haciendo,
claro que el destino no existe,
de modo que lo dejó ser dueño de su suerte.
Creyó que iba a amainar,
pensó que tenía sentido y,
cuando se complicaba,
una dosis la calmaba.
El ritmo fue aumentando
y con él también las marcas;
la ropa ya era inservible,
como el cuerpo que la llevara.
A. - Sabía que volverías a hablarme.
Las lágrimas habían acabado,
no recordaba a partir de cuándo,
pero su musa la había estado esperando.
Sin sus lágrimas, él no gozaba de respeto,
sin respeto no había poder.
...y sin poder ella había muerto.