miércoles, 8 de mayo de 2019

Reflexiones de por la noche

Hoy me desvelé: me estuve hablando sobre los que se enamoran lento, esos que ni lo logran o aquellos que caen precipitados. No encontré ninguna regla, pero arrastro la frustrada experiencia de cada rostro por el que me dejé caer, entonces pensé en qué echaba de menos y no fue difícil saberlo.

Nunca me enamoré de lo que vivimos, los besos o los detalles. Al fin y al cabo, siempre se puede cenar, pasear, ir al cine o tener sexo sin echar de menos, sin querer a nadie. Me enamoré de todo lo que él no vio: de poder mirarlo exhaustivamente mientras dormía, de pensar cómo de suave iba a besarlo para que no despertara. Me enamoré de los días sin poner alarma, de llegar a donde me esperaba y de los días de no hacer nada.

Me enamoré también de acariciar su espalda hasta que durmiera e incluso de intentar dormir rápida antes de que roncara. Me enamoré de cómo me pasaba la toalla, del olor del desayuno y de todo el tiempo que, parecía, nos sobraba.

Esto me bastó para calmarme y conciliar el sueño. Quizá llore un poco más, pero ahora me siento bien, porque puede entonces que sea eso: para algunos el amor solo son momentos, para otros no acaba cuando vamos a la cama o llegamos al trabajo, sino que seguimos amando, siempre y sin descanso.

El resto ama y, quizá acertadamente, dejan mayor hueco a sí mismos: a la necesidad de dormir, de trabajar, de dejarse amar, de despegarse y de olvidar. Sin embargo, somos muchos los que llevamos a cabo el 24/7, por lo que nos basta muy poco para hacer todo el ejercicio amoroso que a otros cuesta una vida.

Seguía sentada y no entendí por qué debemos sentirnos mal por no amar a ratos, por no olvidar a ratos, por echar de menos a ratos, por necesitar a ratos. Hay corazones que trabajan duro, porque así nacieron. Las personas se esfuerzan por un trabajo, dinero, una nota, poder... No hay nada de malo en esforzarse sin esfuerzo por querer.

No, no debemos sentirnos estúpidos y no debemos planear el cambio que siempre nos juramos para la próxima. Yo no me arrepiento, lo besé tanto, le di tanto, lo hice reír tanto, lo acaricié tanto, lo apoyé tanto, bailé tanto, lo abracé tanto y dormí tan poco, que el tiempo que duró mereció mucho la pena, lo suficiente para hacerme creer que sería para siempre.

No obstante, como sabemos, amantes locos, no vamos a terminar nunca estas historias sonriendo, así que aún quedan mañanas para oler la ropa que dejó (¡como si no la hubiera lavado ya mil veces!), porque lo respiré tan fuerte en los abrazos, que siento como si ahora aún pudiera olerlo. Aún quedan tardes en las que no recuerde qué me gustaba hacer a solas y noches en las que estrechar muy fuerte la almohada, pero también cada día quedará vida y esperanza.